22 Octubre 2016
Hacia mediados de 1821, el avance exitoso de la sublevación encabezada por Agustín de Iturbide hizo inminente la independencia de México. Al m ismo tiempo propició que la capitanía general o Reino de Guatemala rompiera sus vínculos políticos con la metrópoli española y se uniera al antiguo virreinato novohispano en aras de formar un solo cuerpo político: el Imperio de Septentrión. Dicha unión representó un cambio significativo de la condición de Guatemala bajo la administración colonial, pues aunque por casi tres siglos había mantenido estrechos lazos con la Nueva España, para ese entonces sus principales relaciones mercantiles tenían poco que ver con los circuitos comerciales del virreinato, y en materia de gobierno dependía directamente de las autoridades de la península. Aun así, desde un principio los fundadores del Estado mexicano se propusieron incorporar aquellos territorios. A su vez, autoridades y dirigentes políticos del Reino de Guatemala se inclinaron por la unión. Empero, mexicanos y centroamericanos actuaban motivados por diferentes razones. De hecho, ese breve episodio, conocido comúnmente como “anexión de Centroamérica a México” –que ocurrió entre septiembre de 1821 y mediados de 1823-, fue resultado de una convergencia
coyuntural entre los planteamientos geoestratégicos de los fundadores del Imperio y los intereses encontrados de distintos grupos de poder rivales al interior de aquella capitanía.
Los primeros concibieron la anexión como un factor indispensable para consolidar su proyecto político. En principio, esto obedecía a preocupaciones relativas a la seguridad y al orden interior del imperio en ciernes, que suponían en peligro si las provincias centroamericanas conservaban su lealtad a la corona española o intentaban constituirse como una república independiente, pues representarían una amenaza potencial para el régimen monárquico que se buscaba establecer. En un plano más ambicioso, la anexión de Centroamérica apuntaba a la proyección del Imperio como potencia subcontinental, según la noción comúnmente aceptada de que una monarquía podía proteger y mantener unificados extensos territorios. Asimismo, seguía la pauta de anteriores propuestas de reorganización político-territorial de los dominios españoles en el septentrión americano que señalaban a México como el centro natural de aquella vasta zona.
Así lo habían propuesto a la corona el conde de Aranda en 1783 y el ministro Godoy en 1804. Fray Melchor de Talamantes lo sugirió en su plan de independencia de 1808. A su vez. En 1820 Mariano Michelena y Lucas Alamán lo plantearon ante las Cortes de España.1 Y si bien el Plan de Iguala no era explícito al respecto, lo insinuaba al estipular que el Imperio Mexicano habría de ser regido por un órgano denominado Junta Gubernativa de la América Septentrional, lo cual anticipaba que en un momento dado su jurisdicción podría extenderse más allá de las fronteras novohispanas.2
El propio Iturbide en sus primeras comunicaciones oficiales con las autoridades guatemaltecas resumió con claridad el planteamiento imperial con respecto a Centroamérica. Una vez liberado del yugo de la metrópoli, señalaba, su enorme extensión, feracidad y riqueza, así como la ilustración y crecido número de sus habitantes, le destinaban al Imperio un lugar de privilegio “entre las naciones del orbe”.3 Esta condición la deseaba compartir con el Reino de Guatemala, “cuyos límites se confunden con los nuestros, como si la naturaleza hubiese destinado expresamente ambas porciones, para formar un solo poderoso Estado”.4
Guatemala y México –proseguía Iturbide- habían permanecido separados bajo la administración colonial; sin embargo, eran parte de un mismo continente, la América Septentrional, y “siendo el segundo (México) el que daba su importancia al primero (Guatemala) y lo hacía existir para España”, sus intereses comunes exigían aquella unión.5 Sólo estrechamente vinculados podrían hacer frente a las convulsiones intestinas y a las posibles agresiones de potencias extranjeras. En particular, debían rechazar a toda costa aquella “manía de las innovaciones republicanas” que tan graves consecuencias podría ocasionarles.
En este sentido, la monarquía constitucional que postulaba el Plan de Iguala garantizaba, según el militar mexicano, un régimen de libertad pero suficientemente sólido para enfrentar el desorden interior y las ambiciones foráneas. A cambio de que las provincias de Guatemala reconocieran su autoridad, les ofrecía el eventual envío de tropas y dinero para asegurar su defensa, así como una justa representación en el Congreso del Imperio, incluso con la posibilidad a largo plazo de “separarse en dos grandes Estados, capaces de existir por sí a merced del aumento de su población y del desarrollo de los gérmenes de prosperidad que encierran en su seno”.6*
A esta primera formulación de los intereses mexicanos sobre Centroamérica, proponemos llamarla doctrina Iturbide, con lo cual señalamos a su más notable promotor y gestor ejecutivo, aunque sin afán de atribuirle la autoría individual de nociones geoestratégicas, que en realidad reflejaban opiniones e intereses compartidos por la dirigencia mexicana. Esta doctrina jamás fue cuestionada en sus principios ni siquiera por los más empecinados detractores de Iturbide, y a no ser los activistas republicanos de Guatemala y San Salvador, nadie más parece haberla interpretado en su momento como un resabio del anterior despotismo. Por el contrario, la manifiesta aceptación de la iniciativa anexionista por autoridades y dirigentes políticos de diversas provincias centroamericanas apuntaló la certeza de que se trataba de un planteamiento adecuado.
Los conceptos de Iturbide fueron sucesivamente enriquecidos a partir de los informes de sus primeros emisarios a la capitanía de Guatemala, en particular Tadeo Ortiz de Ayala, Manuel Mier y Terán y Vicente Filisola. A su vez, la Gaceta Imperial y diversos propagandistas anónimos se encargaron de divulgarlos de manera sistemática. También la Comisión de Relaciones Exteriores de la Soberana Junta Gubernativa del Imperio refrendó las ideas de Iturbide en un minucioso análisis de la posición del país en el contexto internacional, donde se destacó la importancia de Chiapas como “antemural poderoso que defiende la entrada del río de Tabasco” y se llamó la atención acerca de la colindancia de dicha provincia con el istmo de Tehuantepec, punto “de mucha importancia para los aumentos sucesivos del comercio por ambos mares”.⁷ El 10 de julio de 1822, el Congreso mexicano sancionó oficialmente la anexión de las provincias centroamericanas. El propio texto del dictamen sometido a votación ofrece una síntesis precisa de la doctrina Iturbide, al expresar sin ambages que tal medida se justificaba plenamente por razones:
De alta política, que no se ocultan a la penetración del soberano Congreso y son demasiado claras para que las tratemos con misterio. Conviene al Imperio Mexicano dilatar su extensión hasta el último de Panamá, para de este modo poner sus fronteras a cubierto del cálculo siempre activo de la ambición extranjera, y poseer al mismo tiempo todo el litoral de ambos mares oriental y occidental con los territorios feraces, puertos, ríos y ensenadas que se contienen en esta vasta extensión. De otro modo, no solo los extranjeros se prevaldrían de la debilidad y desunión de aquellos pueblos para dominarlos, sino que los mismos pueblos serían una rémora incesante a la quietud y seguridad del Imperio.⁸
En las palabras y los hechos, la iniciativa anexionista revistió desde el principio cierto carácter coercitivo. Para Iturbide era un asunto prioritario y en consecuencia se empeñó en que las provincias centroamericanas suscribieran su proyecto lo más pronto posible. Con este objetivo, aún antes de que fueran firmados los Tratados de Córdoba, emprendió una activa campaña de disuasión que contempló desde exhortaciones diplomáticas a las autoridades de Chiapas y Guatemala, el despacho de emisarios oficiales y encubiertos, y la difusión de noticias y rumores por medio de la prensa y corresponsales suyos en aquellos regiones, hasta el envío de una división auxiliar para proteger con las armas los proyectos saludables de los amantes de su patria”.⁹
Sin embargo, es importante señalar que el éxito inicial de este “proyecto saludable” obedeció tanto o más a la acción espontánea de los anexionistas centroamericanos que a las presiones ejercidas desde México y Oaxaca. En efecto, antes de conocerse los términos precisos de la oferta mexicana, el Plan de Iguala ya contaba en la capitanía de Guatemala con numerosos adeptos. Al parecer, el eco lejano de los triunfos de Iturbide había surtido el efecto de una auténtica invasión. Aisladas de la metrópoli, sin contar con recursos militares ni respaldo local para enfrentar una eventual incursión de los rebeldes mexicanos, las autoridades superiores de la audiencia se vieron colocadas entre la espada y la pared. A partir de agosto, con la ocupación de Oaxaca se hizo evidente que el gobierno colonial tenía los días contados. Era difícil concebir que Guatemala permaneciera sujeta a la corona toda vez que al sur y al norte de su territorio se establecían grandes Estados independientes. Solo el arzobispo y algunos funcionarios españoles insistieron en ello. Pero tampoco eran muchos los que confiaban en poder constituir una república aparte. El aislamiento del Reino, la que confiaban en poder constituir una república aparte. El aislamiento del Reino, la vulnerabilidad de sus costas, su economía pobre, las pésimas vías de comunicación de sus costas, su economía pobre, las pésimas vías de comunicación y la gran cantidad de población indígena, difícilmente concordaban con el concepto ideal de un Estado-nación.
Catedral y Palacio de los capitanes de la Antigua Guatemala después de los terremotos de 1773.
El día 15 de septiembre de 1821 se proclamó la independencia de Guatemala y se acordó la realización de un congreso que habría de decidir el destino político del Reino. El día de la Jura, bosquejo de un óleo de Agustín Iriarte.
Fuente: Vecindad y Diplomacia. Centroamérica en la política exterior mexicana 1821-1988, Mónica, Toussaint, Guadalupe Rodríguez y Mario Vásquez Olivera.
¹ Cfr. “Dictamen reservado que el Excelentísimo señor Conde de Aranda dio al Rey sobre la independencia de las colonias inglesas…”; “Proyecto de don Manuel Godoy para el gobierno de las Américas”, “Plan de independencia de Fray Melchor de Talamantes”, en Ernesto de la Torre Villar, La Constitución de Apatzingán y los creadores del Estado mexicano, México, Instituto de Investigaciones Históricas/UNAM, 1964, apéndice. “Exposición presentada a las Cortes por los diputados de ultramar en la sesión del 25 de junio…”, en Lucas Alamán, Historia de Méjico. Desde los primeros movimientos que prepararon su Independencia en el año de 1808 hasta la época presente, México, FCE-Instituto Cultural Helénico, 1985, vol. 5, apéndice.
² En una acepción amplia, consagrada por la Constitución de Cádiz, la América Septentrional incluía a la Nueva España más “la Nueva Galicia y Península de Yucatán, Guatemala, provincias internas de Occidente, isla de Cuba con las dos Floridas, la parte española de la isla de Santo Domingo y la isla de Puerto Rico con las demás adyacentes a estas y al continente en uno y otro mar”. Como la posibilidad de unir aquellas posesiones bajo un solo mando político venía siendo barajada desde hacía bastante tiempo en la propia España, aquella alusión resultaba suficientemente explícita como para poder anticipar sus eventuales consecuencias. Cfr. “Plan llamado de iguala y proclama con que la anunció D. Agustín de Iturbide”, en L. Alamán, op. Cit, vol. 5, apéndice; Constitución Política de la Monarquía Española. Promulgada en Cádiz á 19 de marzo de 1812, México, D. Manuel Antonio Valdés Impresor, 1812, título II, capítulo I, artículos 10 y 11.